Con la Biblia en la mano... o la redención de los adictos por la religión

Si la religión tiene éxito en la “salvación” de los adictos mediante la operación sustitutiva: “droga por religión”, posible por pertenecer ambos a la misma serie freudiana, es porque los redime del exterminio final del goce sin medida, no porque ese goce sea extraordinario sino porque la compulsión no tiene lógica ni límite. El adicto ha encontrado una “nueva solución” pero esta vez como ligadura al temor de Dios, significante que ocupa, por restitución, el lugar del nombre del padre. Ahora su mundo ya no es un mundo de objetos “quitapenas” sino un mundo de discurso, hecho de palabras, no de drogas. Digo entonces, la operación religiosa soluciona un problema: el de los daños de las sustancias químicas sobre el organismo, pero para ello debe sofocar al inconsciente mediante la repetición ecolálica de un discurso adormecedor del deseo. 

El adicto, “una oveja descarriada”

Así como la droga es el pharmakon más poderoso contra la infelicidad según Freud, así la religión se ha ido convirtiendo en uno de los instrumentos discursivos más eficaces para “sacar” a ciertos individuos del hábito de las drogas o del delito. Es un hecho.
Las “comunidades terapéuticas” (y también las cárceles) son frecuentadas cuando no dirigidas, por clérigos o pastores cuyo objetivo es llevar al adicto a una nueva alianza, no ya con la droga, sino con la religión como contra-droga, es decir, drogarse de Dios.[1]

El “residente” (nombre del adicto internado en una comunidad terapéutica) es considerado como una oveja descarriada de la grey del Señor, la enfermedad es tratada como una desviación moral y su curación como un retorno al rebaño. ¿Dónde podría estar escrito el mapa para el “viaje de vuelta” sino en la Biblia? ¿Cuál sería el remedio espiritual sino la palabra de Dios?

¿Se trata sólo de una cuestión ideológica? ¿La eficacia actúa sólo al modo de un “lavado de cerebro” o de contagio espiritual sobre mentes ignorantes? ¿Resumiremos todo en un cambio mecánico de la adicción a un tóxico por otra a un discurso religioso, sospechado de ser tan tóxico como el primero?

Cuando el psicoanálisis se encuentra con estos fenómenos de curación “por la religión” −que si bien no pueden generalizarse trascienden los casos individuales hasta convertirse en formas exitosas de influir sobre las disposiciones y síntomas de las personas−, es nuestra función introducir la pregunta por las razones de estructura que hacen posible estas “conversiones” subjetivas. 

¿Tiene explicaciones el psicoanálisis frente a los logros, a veces cuasi milagrosos de un dispositivo de discurso que se anuncia con la Biblia en la mano y con Jesús en la boca, allí donde cuesta tanto hacer valer al psicoanálisis como un recurso eficaz?

Explorando las obras de Freud y de Lacan me ha parecido encontrar ciertos planteos que exprimidos a fondo nos ofrecen fecundas ideas para ensayar una respuesta. Para no comprometer indebidamente a Freud ni a Lacan, aclaro que aunque sigo sus textos, las respuestas encontradas a la pregunta por la “cura religiosa”, no son más que articulaciones que me pertenecen. 


En Freud: la idea de la serie

La práctica de la intoxicación aparece en la obra de Freud ubicada en un esquema que una y otra vez denomina “serie”. Se trata de una cadena de “soluciones” a las que recurre el sujeto para enfrentar el “dolor de existir”, es decir, la imposibilidad del objeto y la insatisfacción del deseo. Según los textos de que se trate, los elementos de la serie cambian ligeramente, pero los que nunca están ausentes son los que se refieren a las sustancias tóxicas y a la religión.
Que todas las “soluciones” compongan una misma serie, significa que a pesar de las diferencias abismales que existen entre ellas en cuanto al grado de elaboración simbólica, todas son equivalentes en un punto común: el de ser técnicas para entendérselas con la imposibilidad del goce de la cosa. Todas son respuestas al “deber primero de todo ser humano que es aprender a soportar la vida”.[2] Si bien es cierto que el sujeto encuentra la “solución” en algún elemento de la serie, eso no implica para Freud se haya alcanzado la “satisfacción”, que siempre queda en suspenso.

De entre los textos donde Freud alude a la “serie”[3], tomaré únicamente por ser la más explícita una cita de “El malestar en la cultura”: 

Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es indispensable; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más amplio al asunto.[4]

Como se ve, la serie puede ordenarse de dos maneras: por la clase del recurso al que se apela (distracciones poderosas, satisfacciones sustitutivas, y sustancias tóxico-químicas), y por el grado de regresión y fijación libidinal que implican cada solución.

En el extremo más regresivo de dicha serie Freud coloca al más poderoso “quitapenas” pero al mismo tiempo el más perjudicial: la sustancia química. Y en el otro extremo de las soluciones, −después de eslabonar a la ciencia y a la religión− sitúa a los productos más logrados: el arte y el humor. 

En la medida que todos estos recursos pertenecen a una misma lógica serial –que no es mera yuxtaposición sino comunidad de funciones– cada uno de ellos puede ser sustituido por cualquier otro de la misma serie. Los intelectuales por ejemplo, abandonan la religión por la ciencia, o el adicto, las drogas por la religión.[5] A medida que progresamos en la serie encontramos que las soluciones más regresivas como la intoxicación, van siendo sustituidas por otras ligadas ya no a la función de un objeto pulsional sino a la función de la palabra (como el humor, entre otros). Las primeras implican el camino más corto, el “cortocircuito” a la anhelada satisfacción; las segundas en cambio tramitan como operación simbólica, es decir como sustituciones metafóricas de la satisfacción imposible.

Es así como la religión, envuelta en una técnica de promesa y sugestión, puede venir al lugar de la intoxicación, es decir a sustituir su función. Función que es la misma, cumplida con distintos instrumentos: la primera se vale de un poder químico, la segunda del poder de un significante: “el temor de Dios” (ver apartado siguiente).

Si hablo de religión es para referirme a una estructura discursiva y no a ningún dispositivo específico, pues es posible la existencia de instituciones, y de hecho existen, que no están edificadas en función del “tema” religioso, pero cuyos discursos (político, ideológico, moral, terapéutico) son iguales de dogmáticos y generadores de identificación como la religión. 

Es Freud mismo quien nos habla del lugar de la religión en este sistema de permutaciones. Aunque en el siguiente párrafo no se refiere a las drogas, lo que dice de “ciencia y arte” es aplicable a otros elementos de la serie, entre ellos las drogas:

“Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios, (se refiere a Goethe) que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el arte y la ciencia. Helas aquí:

Quien posee Ciencia y Arte

también tiene Religión;

quien no posee una ni otra,

¡tenga Religión!


Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta.[6] 

Cuando Freud habla del “valor para la vida” de la ciencia, el arte y la religión, elementos de la serie freudiana de cuya cadena las drogas son también un eslabón, el contexto de su artículo nos indica que se está refiriendo a la equivalencia de sus funciones, en diferentes niveles, en cuanto a ser recursos contra el malestar de existir. De paso, también parece indicar que en este punto los demás eslabones de la serie no se sostienen sin una dosis adecuada de religiosidad inconsciente: “Quien posee Ciencia y Arte también tiene Religión”.

Si buscamos en Freud una respuesta a la eficacia de la religión contra las drogas, creo que la respuesta que se infiere de sus textos sería: en la medida que la religión y las drogas se ordenan en una misma serie funcional, una solución puede lógicamente sustituir a la otra. Llegados a este punto, nos toca ahora explicar cuales son las razones de estructura, es decir el fundamento de aquello que hace posible que la toxicomanía pueda ser sustituida por la religión. 


En Lacan: el temor de Dios

Me ha sorprendido encontrar en un lugar impensado de la obra de Lacan un tramo argumentativo del cual puede inferirse claramente una respuesta. Me refiero a los capítulos 21 y 22 del Seminario 3 “Las psicosis” llamados “El punto de almohadillado” y “Tu eres el que me seguirás”. [7]

En el capítulo 21 Lacan introduce un comentario de la tragedia bíblica “Atalía” (1691) de Jean Racine[8]. Evitaré seguir todo el desarrollo, para ir directamente a lo que Lacan considera el núcleo y que es el punto que importa aquí.

El general Abner, de los ejércitos de Atalía −reina enemiga del Dios de Israel− visita con intenciones ambiguas al enemigo, el sumo sacerdote judío Joad. La obra comienza con las palabras de Abner: Sí, vengo a su templo a adorar al Eterno. Pero enseguida se ocupará de advertir a Joad sobre el ataque inminente de Atalía, una reina de temer. La respuesta del sumo sacerdote, que no se hace esperar, será la que oriente toda la argumentación de Lacan:

Joad: “Respetuosamente sumiso a su santa voluntad, es sólo a Dios a quien temo, querido Abner, y no tengo ningún otro temor”.[9]

Lacan dice que esta respuesta tiene como condición el advenimiento de un significante nuevo: “el temor de Dios”, al que le otorga un carácter fundacional. En la historia de la humanidad, el temor de Dios es el significante metafórico que cumple una función de “abrochamiento” de todos los indescifrables, inconmensurables y abismales temores ante el universo y la naturaleza. Desde que el hombre se somete “religiosamente” al temor de Dios, su mundo queda totalmente reorganizado y redefinido por este nuevo significante. Es el “punto de almohadillado” donde comienza, o sería posible que comience, una nueva historia. Desde entonces los terrores ya no son innumerables, se produce la “reducción simbólica” al Uno, el temor de Dios.

El adicto lo es justamente por no disponer en sí mismo de recursos simbólicos para hacer frente a un estado masivo e invasivo de dolor y de angustia, referido a fallas en la operación constitutiva de la metáfora paterna. Tales fallas tienen su correlato clínico en la imposibilidad de entendérselas tanto con estímulos que lo acosan desde su estructura pulsional, como con situaciones externas (familiares, sociales, etc.) que desbordan sus precarios medios simbólicos. Sea como sea, la droga viene a taponar un enorme déficit de recursos defensivos.

La política del adicto es la política “del avestruz”, desconocer el efecto traumático de lo real (tanto interno como externo), y procurarse experiencias placenteras en la artificialidad de la intoxicación. “Paraíso artificial” según el decir de Baudelaire, del cual el sujeto es desalojado brutalmente cuando su situación se convierte en “el infierno de la droga”, que dura todo el tiempo hasta que llega la buena nueva de la palabra del Padre.

Contra todo prejuicio acerca de que el adicto disfruta de la droga, es necesario reafirmar que cuando se trata de una conducta compulsiva predomina el sufrimiento.[10] La compulsión es un ataque de la pulsión sobre el sujeto ante la cual no hay libertad ni elección, sólo se puede responder con un doliente “oigo”. 

En esta etapa primitiva, el adicto vive flotando en ese campo de significación confusa que Lacan ilustra con el gráfico de Saussure sobre las dos masas amorfas del sonido y del sentido, tiempo mítico anterior a la manifestación simbólica de la ley del lenguaje como diferencia y articulación de lo real.[11] 

En este punto, la función absolutamente transformadora que Lacan atribuye al nuevo significante “temor de Dios”, es la de reorganizar todo el campo amorfo y amenazador de lo real. Ahora el sujeto ya sabe a qué temerle, y puede incluso emplear recursos para aplacar a “lo único” que teme, Dios.

“Ese famoso temor de Dios lleva a cabo el pase de prestidigitación de transformar, de un momento a otro, todos los temores en un perfecto coraje. Todos los temores −No tengo otro temor− son intercambiados contra lo que se llama el temor de Dios, que, por obligatorio que sea es lo contrario a un temor.”[12]

Claudio Glasman comenta sobre este párrafo: “¿Sería una contradicción postular que hay un temor que pacifica? ¿Acaso es un oxímoron ‘temor pacificante’? Esta paradoja no es ajena a la función del significante del Nombre-del-Padre”.[13] 

En efecto, Lacan aproxima este nuevo y particular temor al significante del nombre del padre en su función pacificadora: “¿Por qué es ése un nudo que le parece (a Freud) tan esencial que no puede abandonarlo en la más mínima observación particular? Porque la noción del padre, muy cercana a la del temor de Dios, le da el elemento más sensible de la experiencia de lo que llamé el punto de almohadillado entre el significante y el significado.”[14] 

Si la religión tiene éxito en la “salvación” de los adictos mediante la operación sustitutiva: “droga por religión”, posible por pertenecer ambos a la misma serie freudiana, es porque los redime del exterminio final del goce sin medida, no porque ese goce sea extraordinario sino porque la compulsión no tiene lógica ni límite. El adicto ha encontrado una “nueva solución” pero esta vez como ligadura al temor de Dios, significante que ocupa, por restitución, el lugar del nombre del padre. Ahora su mundo ya no es un mundo de objetos “quitapenas” sino un mundo de discurso, hecho de palabras, no de drogas.

“Esta sí que es una idea de cura”, dice Lacan anticipándose a las objeciones de sus discípulos. Y aclara: “Pues se equivocan. Los curas no inventaron nada de este estilo. Para inventar algo semejante, haya que ser poeta o profeta, y es precisamente en la medida que ese Joad lo es un poco, al menos por gracia de Racine, que puede usar del modo en que lo hace ese significante mayor y primordial”.[15] 

En el capítulo siguiente, el XXII del Seminario 3, Lacan responde que el significante del Padre no siempre reorganiza las cosas en el sentido de una liberación del sujeto con respecto al caos originario. El temor de Dios también puede acarrear, a veces, una transformación del sujeto al alto precio de la sumisión y de la entrega. También Freud supo advertir las consecuencias de esta “solución”: “Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los ‘inescrutables designios de Dios’, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce”.[16]

Vemos así aparecer la cara oculta del padre en tanto significante Amo que exige una ciega obediencia. La habilidad del amo es disfrazar este rostro demoníaco con la máscara del amor. Dios te ama, pero ¡atención! cumple con los mandamientos pues también te puede condenar. “Este significante, el temor de Dios, no es cualquiera [dice Glasman], y produce irremediablemente sus propios males”.[17] Y esto, según entiendo, significa que por el imperio del Uno también hay un riesgo: el del fascismo, el del nazismo o el fanatismo religioso, sólo por referirnos a las voces del superyó de nuestra época. 

Pero la sumisión también forma parte para el adicto de la solución misma. Por un lado, para quien ha vivido en la desolación autista del goce tóxico, la sumisión es un precio que se paga gozoso frente a la certeza del amor del Otro y de sus hermanos en Jesús. Por otra parte, esta misma sumisión transcurre en un nuevo lazo social que excede en mucho lo que sería un dispositivo de rehabilitación, para convertirse en un nuevo modo de vida, en una forma del sinthome.

En Atalía es Joad quien afirma: Temo a Dios…, pero en la prosecución de su discurso agrega refiriendose a Abner: “Temo a Dios… decís”. El pobre Abner, que no había dicho tal cosa, es capturado por dicha palabra. La palabra atribuida al sujeto por el Otro llama a la identificación, pues especifica y delimita los temores del sujeto otorgándoles orientación y claridad. El temor anterior, confuso, indescifrable, inconmensurable, −en nuestro caso el que condujo a la adicción para taponarlo− sólo tiene un aire “homónimo” con el temor de Dios, dice Lacan. Ambos temores sólo comparten la homonimia, pero son muy diferentes en cuanto a su función y sus efectos.

“Para nada son la misma cosa. El temor de Dios es el significante, más bien rígido, que Joad saca del bolsillo en el momento preciso que le advierten de un peligro.”[18]

La eficacia del temor de Dios sobre Joad es similar al efecto de la palabra del predicador sobre el toxicómano en tanto, como mediador del mensaje divino, disipa las tinieblas en que ha vivido sin escuchar la verdad.

El adicto ahora tiene un padre, pero lamentablemente no el que dice Tu eres el que me seguirás, frase en segunda persona del singular (seguirás) que implica una apelación al sujeto, a la falta, y a la puesta en marcha del deseo. Es por el contrario el que dice Tu eres el que me seguirá (tercera persona), impersonal en realidad, ya que él no es persona sino objeto. Este imperativo inmoviliza al sujeto en la ratonera de una orden devastadora, sin salida ni coartadas. “Seguirá”, referido al destinatario del mensaje opera como un significante solidificado que no deja caer nada por donde pueda advenir un sujeto ni la causa de su deseo. En el caso donde el significante exige el sacrificio de la libertad, no funciona ya como punto de partida, sino como punto final, de fijación absoluta y atemporal. 

“En este sentido, tú eres el que me seguirá puede ahora leerse como una frase con las coordenadas de la fantasía, allí donde el sujeto se sitúa como objeto del deseo del Otro. La operación de personización, el pasaje del “tú”, es la condición de esta apuesta del sujeto por el objeto. El tú eres el que me seguirá cobra valor “destinal”. Ahora escenario superyoico, el punto de partida se transforma en punto de llegada. El sujeto le devuelve la palabra al Otro, mochando el filo cortante de la llamada”.[19]

Digo entonces, la operación religiosa soluciona un problema: el de los daños de las sustancias químicas sobre el organismo, pero para ello debe sofocar al inconsciente mediante la repetición ecolálica de un discurso adormecedor del deseo.

“Pero desde aquel temor de Dios al Unbewusste (inconsciente) freudiano hay un paso enorme, porque el segundo se inscribe en la tradición fundada por el primero, pero para ponerlo en cuestión (cursivas mías).”[20] 

El fenómeno que venimos analizando se produce no sólo en el campo de organizaciones religiosas, donde muchas veces el adicto se convierte en personaje eminente del “templo”, sino en otros dispositivos donde queda anclado ya sea a un nombre como el de “ex adicto” cuyo goce se ha transformado en el de ser un muerto-vivo de los efectos de una adicción desplazada, o ya sea como engranaje burocrático que se dedica a la organización y propaganda de la institución, actividades que polarizan o organizan su vida. Pero en todas ellas, la nueva posición subjetiva no deja de implicar el achicamiento del horizonte del deseo por sumisión a un Otro, único y absoluto que desea en mi lugar.

Un nuevo adicto ha sido redimido, ¿cuál es el saldo? Desde el punto de vista religioso-moral, alguien ha salido del infierno y ahora trabaja virtuosamente por la salvación de sus “hermanos”; desde el punto de vista jurídico-social, una fuente peligrosa de contagio ha sido eliminada; desde el punto de vista médico, un adicto ha sido curado; y desde el punto de vista del psicoanálisis se ha producido junto con la desaparición de la angustia, el rechazo del inconsciente; el Otro, enmudecido, ya no molestará con sus interrogantes. ¿Cuál es el saldo?

Como reflexión final, que sonará a algunos como contradictoria con todo lo anterior, diré que quizá debamos aceptar que en ciertos casos de toxicomanías incurables o de delincuencia grave el mejor saldo posible haya que buscarlo en las inmediaciones de lo que Lacan identifica como “el triunfo de la religión”. 
 

Héctor López  


Referencias:

[1] En nuestro país se considera como pionero de las comunidades terapéuticas para adictos al pastor Carlos Novelli. Ex adicto recuperado luego de una fuerte experiencia mística que lo alejó del consumo, se siente impulsado a convencer a otros adictos a abandonar los tóxicos. Funda entonces el Programa Andrés en 1974. En el programa de tratamiento la Biblia era el libro orientador y el tratamiento era espiritual (Fuente: Mónica Ripullone, “Reseña de la evolución de las comunidades terapéuticas para el tratamiento de las adicciones”, Contexto en psicoanálisis Nº 6, Editorial Lazos, Buenos Aires, 2002). 

[2] Freud Sigmund: “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, en Obras Completas, Tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, pág. 1108.

[3] Me refiero a “El poeta y la fantasía”, “El humor”, “El porvenir de una ilusión” , “Duelo y melancolía” y “El malestar en la cultura”.

[4] Freud Sigmund: “El malestar en la cultura”, op. cit., Tomo III, pág. 11.

[5] En el campo del arte, el caso de Van Gogh es típico de un recorrido, fracasado en su caso, por varios eslabones de la serie en la cadena de las soluciones. Se inclina primero por la religión como vicario y predicador, luego apuesta todo al amor de las mujeres de las cuales obtiene sólo rechazos y sufrimientos, y finalmente hace del arte, su vida y su unión con el universo: “pintar raya lo infinito” dice en una de sus Cartas a Theo (A. Hidalgo, Bs. As., 2000), y en ese infinito se encuentra con el suicidio.

[6] Freud Sigmund, “El malestar en la cultura”, op. cit. Tomo III, pág. 9.

[7] Es un hallazgo que me fue inspirado por la lectura del libro El padre que no cesa, (Letra Viva, Bs. As., 2006) donde Claudio Glasman y David Kreszes realizan un penetrante comentario de estos dos capítulos.

[8] Racine Jean, “Atalía”, en Obras completas, Editorial Iberia, Barcelona, 1958.

[9] Racine Jean, Ibíd., pág. 254 (Cito el texto de Racine directamente de sus Obras completas y no desde el Seminario de Lacan por los problemas de traducción ya advertidos por Claudio Glasman en el libro mencionado en nota 7).

[10] Se puede disfrutar de las drogas o el alcohol sólo mientras el sujeto conserva su libertad frente a ellas. Es el caso de una paciente no adicta que había experimentado un estado de felicidad tan extraordinario luego de consumir “éxtasis” que, en su inocencia, quería hacérselo probar incluso a su madre. 

[11] Cf. Lacan Jacques, El seminario. Libro 3. Las psicosis, Paidós, Barcelona, 1984, pág. 373

[12] Lacan Jacques, Ibíd., pág. 382

[13] Glasman Claudio, “El acto de Atalía y el punto de almohadillado”, en El padre que no cesa, Letra Viva, Bs. As. 2006, pág. 71.

[14] Lacan Jacques, El seminario. Libro 3. Las Psicosis, Paidós, Barcelona, 1984, pág. 383.

[15] Lacan Jacques, Ibíd., pág. 381.

[16] Freud Sigmund, op. cit. pág. 32.

[17] Glasman Claudio, op. cit., pág. 57

[18] Lacan Jacques, op. cit. pág. 381.

[19] Kreszes David, “Un deseo de muerte no mortífero”, en El padre que no cesa, Letra Viva, Bs. As., 2006, pág. 99.

[20] Glasman Claudio, op. cit., pág. 82